Esta semana hemos asistido a la muerte de la mascota de Lewis Hamilton, Roscoe, y al obsceno ejercicio de los medios y redes sociales que le han calificado como “mejor amigo” (y hasta padre del can) al heptacampeón del mundo de F1 en vez de decir que simplemente era su amo. Un perro al que, por cierto, Hamilton había artificialmente convertido en vegano hace cinco años.
El responsable de esta peligrosa deriva emocional no ha sido otro que Walt Disney (ríanse) aquel dibujante que comenzó a humanizar a los animales en los dibujos animados de Mickey Mouse de los años 30 del siglo XX como mero vehículo de entretenimiento, pero que con “Blancanieves y los siete enanitos” (1937) se atrevió a dar otro paso y los empleó por primera vez para reflejar las emociones humanas. Con “Dumbo” (1941) y “Bambi” (1942) subió la apuesta y consiguió que los espectadores se identificaran plenamente, proyectando sobre ellos sus propias experiencias vitales; su propia relación paterno-materno-filial, una dolorosa separación o la brutal e imprevista pérdida de un ser querido. Esa empatía fue trasladada a los animales reales, a las mascotas domésticas, que de pronto dejaron de ser vistas como simples seres vivos en el escalón inmediatamente inferior de la evolución para convertirse en compañeros emocionales, en un miembro más de la familia, sublimándolos a la plena condición humana. Paralelamente, las empresas detectaron el filón y el consumismo le puso el broche. Hemos visto pasear a perros con abrigo, impermeable, botas y hasta gafas de sol. Hemos visto a perros ocupar carritos de bebé para que no tuviesen que andar.
Hoy, en las familias españolas, hay ya más perros que menores de dieciocho años (9.5M frente a 7.5M, según nos ofrecen los datos de ANFACC e INE). Y es que es más fácil, más barato y menos conflictivo tener un perro en casa que criar a un hijo, no hay que cumplir con ellos con ninguna expectativa social o educativa (aún). En todo Occidente las tasas de natalidad siguen disminuyendo y cada vez hay más gente que opta por retrasar la maternidad-paternidad o, directamente, no tener hijos. Las mascotas consiguen llenar ese vacío emocional, convirtiéndose en eficaces sustitutos afectivos ¿quién no tiene hoy un compañero de trabajo o amigo que habla de su mascota como si fuese un hijo suyo? Noticias recientes nos dicen que ya hay empresas que incluso dan días libres por la muerte de una mascota, equiparándola al duelo por un familiar (humano) y que en países sajones han sido capaces de heredar directamente fortunas.
Y no es que dude de su (interesada) fidelidad de ellos hacia los humanos; a fin de cuentas les procuran cobijo y sustento (no tienen que cazar obligatoriamente cada día, no son perseguidos por otros), pero creo que hemos perdido el oremus. Son sólo animales. No tienen sentimientos, sino instinto. Y yo, al menos, guardo mis sentimientos para los humanos que me son próximos. Llámenme raro.





