Donde España sembró mestizaje, otros levantaron muros

El jefe maya Zingari presenta a su hermana a Hernán Cortés.

Cuando las velas castellanas asomaron en los horizontes del Nuevo Mundo, no solo llegó una expedición política o religiosa: nació una transformación humana sin precedentes. Allí donde los españoles convivieron con los pueblos originarios surgió un fenómeno único —el mestizaje—, que no se limitó a la sangre, sino que impregnó lengua, religión, arte, cocina y modo de vivir. Desde los primeros hijos de españoles e indígenas en las décadas iniciales del siglo XVI hasta el surgimiento de comunidades mestizas reconocidas por la Corona, España —con todas sus contradicciones— fue el único país europeo que concibió un proyecto integrador. No uno de segregación racial, sino de fusión cultural. Aquel encuentro, a veces áspero, a veces luminoso, generó algo nuevo: una civilización mestiza que hoy respira en más de veinte naciones hispanohablantes.

A diferencia de lo ocurrido bajo otros modelos europeos, el proyecto hispánico no pretendió borrar lo que encontraba, sino incorporarlo. La fe cristiana, los idiomas indígenas, las técnicas agrícolas o el arte precolombino convivieron y se influyeron mutuamente. Con el tiempo, incluso el sistema de castas —tan denostado hoy— actuó en muchos lugares como un mecanismo que, pese a sus injusticias, permitió ascensos y mezclas, lejos del apartheid racial que imperaría después en los dominios británicos. De hecho, el término “castizo” designaba al descendiente de mestizo y español, que volvía a ser considerado socialmente “blanco”: una puerta de integración, no de separación. En el ámbito americano, este proceso de mezcla cultural acabó siendo tan profundo que tras la independencia de México, en 1821, la nueva república adoptó el mestizaje como esencia de su identidad nacional. Aquella herencia de unión no fue casualidad: fue el fruto de tres siglos de convivencia, de matrimonios mixtos, de educación compartida, de fe común y de un idioma que, al extenderse, unió continentes.

El contraste con otros modelos europeos es tan rotundo como incómodo. En 1637, en lo que hoy es Connecticut, colonos ingleses protagonizaron la llamada masacre de Mystic: en una madrugada de fuego y humo, los asentamientos Pequot fueron arrasados, con entre 400 y 700 indígenas asesinados —en su mayoría mujeres y niños— y los supervivientes vendidos como esclavos o dispersados. A partir de entonces, la propia palabra “Pequot” fue prohibida; un pueblo borrado del mapa y del nombre. En los territorios ingleses del norte no hubo mestizaje: hubo exterminio. Allí donde España levantó escuelas, hospitales y parroquias, Inglaterra levantó muros. Allí donde un español podía casarse con una indígena, el inglés mantenía distancias de sangre y leyes de segregación. Esa diferencia —que hoy puede parecer anecdótica— explica por qué América del Norte es hoy culturalmente fragmentada, mientras que Hispanoamérica sigue reconociéndose como un solo ámbito de raíces compartidas.

El caso francés tampoco ofrece consuelo. En 1802, Napoleón Bonaparte envió una poderosa expedición militar a Saint-Domingue —la actual Haití— para restablecer la esclavitud abolida pocos años antes. Al mando estaba el general Leclerc, cuñado del emperador. Aquella campaña, concebida para reinstaurar el sistema de plantaciones, fue una de las más sangrientas de su tiempo. La violencia contra los afrodescendientes fue despiadada: se empleó el ahogamiento masivo, la tortura y el hambre como herramientas de terror. De las 60.000 tropas francesas enviadas, apenas sobrevivió un tercio, víctimas tanto de la fiebre amarilla como de la resistencia feroz que sus propios abusos provocaron. Fue una guerra para destruir una aspiración humana: la libertad. Esa política de imposición, más que de encuentro, muestra hasta qué punto Francia no buscó la mezcla, sino la dominación pura.

España, con todas sus imperfecciones, no actuó así. No eliminó culturas enteras ni impuso un color único. En sus territorios se fundaron universidades, se imprimieron libros, se enseñaron oficios y se integraron lenguas. El mestizaje, aunque naciera en parte de la desigualdad, acabó siendo el germen de un continente nuevo, donde cada apellido y cada rostro guardan el eco de un doble origen. Gracias a esa fusión, hoy un mexicano, un peruano o un colombiano pueden reconocerse también como herederos de la misma tradición hispánica, como parte de una familia cultural que no es europea ni indígena, sino ambas a la vez.

Por eso es esencial que los países hispanohablantes conozcan estos hechos y los expliquen sin complejos. Entender que España no solo llevó espadas, sino también ideas, escuelas y unión, es necesario para reforzar la conciencia de un destino compartido. No se trata de nostalgias imperiales, sino de gratitud histórica: de saber que la raíz que nos une vale más que las fracturas que otros nos legaron. Frente al olvido o la tergiversación, reconocer el valor del mestizaje es abrazar lo que somos: hijos de la mezcla, no del odio.

Ese es el mensaje que buscamos transmitir en nuestro libro En busca de España —si quieren conocerlo pueden hacer clic sobre el título anterior—un viaje literario y vital por los rincones de nuestro pasado donde late la huella hispana. En él defendemos que España no conquistó solo territorios: conquistó almas, y en ese proceso —doloroso y sublime— fundó una civilización mestiza que hoy, cinco siglos después, sigue hablando la misma lengua y soñando los mismos sueños. Recordarlo no es un gesto de pasado: es una forma de reencontrar nuestra raíz común, la que nos invita a reconocernos, de una orilla a otra, como una sola patria del espíritu.

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