Desde los fenicios hasta los gigantes logísticos de hoy, el comercio ha sido la columna vertebral del progreso humano. Intercambiar bienes no es solo una transacción: es un diálogo entre culturas, una forma de compartir conocimiento, recursos y tecnología.
En el mundo actual, esa red de intercambios se ha convertido en una trama global de interdependencias. Un coche fabricado en España puede llevar componentes alemanes, chips taiwaneses y cuero argentino. La globalización ha abaratado productos, ampliado mercados y generado una competencia sin precedentes. Sin embargo, también ha desatado tensiones: deslocalización de empleos, desigualdad y dependencia de cadenas logísticas frágiles.
El siglo XXI plantea un nuevo dilema: ¿hasta qué punto debe una nación abrirse o protegerse? Frente al libre comercio, algunos países han recuperado políticas proteccionistas, conscientes de que una crisis o una guerra puede bloquear suministros vitales. La pandemia fue una lección en ese sentido: el mundo descubrió su vulnerabilidad ante la falta de autosuficiencia.
Aun así, el comercio internacional sigue siendo uno de los mayores motores de prosperidad. Su reto no es desaparecer, sino reinventarse. Un comercio más justo, sostenible y equilibrado puede ser la llave de un futuro en el que las fronteras no separen, sino que conecten.





