La historia de España no se reduce a una concatenación de batallas, alianzas o imperios. Bajo esa superficie épica late algo más profundo: la fuerza combinada de su gente, su valor, su voluntad de trascender. Ser español, en su sentido más auténtico, es pertenecer a un relato vivo que ha labrado su huella en el mundo gracias al coraje de sus ciudadanos, al empeño cultural y a la convicción de que el desafío colectivo puede transformarse en legado.
En los siglos de expansión y de encuentro con otros horizontes, España supo proyectar una presencia que iba más allá del dominio territorial. Su lengua, su literatura, sus artes y su imaginación contribuyeron a tejer un puente entre continentes. La entrega de los exploradores, soldados, navegantes y colonos que llevaron algo de España hasta los confines del mundo resume la audacia de un pueblo que se jugó la vida por un ideal. Pero ese ideal no era solo gloria exterior: era la certeza de que la honra, la cultura y la dignidad importan tanto como el oro o el poder.
Porque, al fin y al cabo, el verdadero legado de España reside en sus gentes. En aquellos que con pluma y tinta escribieron sobre la condición humana; en quienes levantaron ciudades y puertos, fundaron diásporas, compartieron ideas, cultivaron el conocimiento y mantuvieron firme la fe en lo que somos. Ser español —y esto conviene subrayarlo— no es simplemente haber nacido en un pedazo de tierra; es compartir una tradición de resistencia, de creación y de comunidad. Es saberse parte de un tejido más amplio que abarca idioma, memoria, cultura y valores.
Se ha dicho que «España mi natura, Italia mi ventura, Flandes mi sepultura». Hay en esa frase, surgida de la experiencia de los Tercios, una verdad conmovedora: cada español que partía al exterior llevaba consigo su tierra y su destino, y lo hacía con la convicción de que servir a España era servir a un principio mayor. Y cuando otros miraban a este país con mezcla de admiración y sorpresa y se decía «Dios es español», lo que realmente se reconocía era la fuerza de un pueblo convencido de que su lugar en la historia era consecuencia de su carácter.
Ese carácter sigue vivo hoy. La lengua española se habla en todo el mundo; la cultura hispánica abre puertas a millones y su legado histórico aporta identidad y sentido a diversas naciones. La presencia de España en el concierto internacional ya no se mide en kilómetros de dominio, sino en el valor universal de su patrimonio humano: la creatividad de sus artistas, la solidez de sus investigadores, la capacidad transformadora de su ciudadanía.
Quizá ha llegado el momento de rescatar una dimensión afirmativa que durante demasiado tiempo se ha visto ensombrecida por complejos o silencios. España ha hecho más de lo que a menudo se reconoce. Su pueblo lleva consigo el testigo de siglos y lo convierte en impulso hacia el futuro. Ser español es un acto de memoria, pero también de responsabilidad: aceptar que formamos parte de algo mayor y que esa pertenencia no es pasiva, sino dinámica.
Cuando los infantes españoles proclamaban que «prefieren la muerte a la deshonra» hablaban de un valor que no se puede medir en cifras ni en victorias: hablaban de dignidad. Y la dignidad de un país se demuestra en cómo mira su propia historia, en cómo reconoce a quienes la construyeron y en cómo aprende de aquello que la hizo grande.
España es una nación de puertos que conectan mundos, de caminos que unen culturas, de manos que crean y de voces que narran. Es un país que ha dejado huella en el planeta y que aún tiene mucho por decir y por aportar. Pertenecer a España es llevar en el corazón una historia que no se resigna, que se renueva, que mira hacia adelante.
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