Máscara mortuoria de José Zorrilla en la Casa de José Zorrilla, Valladolid.

José Zorrilla y Moral falleció en Madrid el 23 de enero de 1893, dejando atrás una trayectoria que mezcló el brillo literario con la fragilidad humana más profunda. La vida del poeta vallisoletano no fue una línea ascendente sin fallas, sino un relato intenso de altibajos, de reconocimiento público y penuria privada, de entusiasmo juvenil y enfermedad implacable. Su muerte, lejos de ser solo un fin, se convirtió en un testimonio de dignidad para la literatura española.

En los años finales de su vida, Zorrilla vivía una doble contradicción que le pesaba en el ánimo: por un lado, su nombre seguía siendo venerado por el público y la crítica; por otro, su economía se encontraba en un estado de permanente precariedad. Tras triunfos tempranos y estancias en México y Francia, su retorno a España significó también la permanente búsqueda de medios para vivir de sus versos. Según la biografía de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, “la recepción en la Academia Española (1882) y la coronación solemne en Granada (1889), donde recibió el homenaje de catorce mil personas, fueron un clímax de reconocimiento mientras él ya vivía acuciado por la constante mezquindad que le rodeaba”. El hecho de que un autor tan celebrado muriera en situación de estrechez económica no es dato menor: revela cuánto dependía la literatura de la benevolencia más que de estructuras sólidas de protección.

Los últimos años del poeta nacional

La enfermedad se instaló con severidad en su vida. Las fuentes indican que durante los últimos tres años soportó un proceso prolongado que lo consumía: «tras una enfermedad de tres años murió Zorrilla en Madrid». En particular, documentos extraídos de su correspondencia muestran que padeció lo que hoy se interpreta como un tumor cerebral. En una carta fechada el 1 de enero de 1893, apenas semanas antes de su muerte, Zorrilla reconocía: «hace ya más de seis meses que no voy a ninguna parte … a causa de los tumores de la cabeza, que exigen continuas medicaciones y sajaduras, y me hacen perfectamente ridículo y repugnante». Esa confesión íntima expone no solo el sufrimiento físico, sino también la pérdida de la estética que había sido parte de su sello romántico: el poeta debía ocultar su cabeza con vendajes, salir al atardecer para no ser visto, resignarse a una vida interior donde el público y el escenario ya no tenían lugar.

La operación para intentar extirparle el tumor se registra el 14 de febrero de 1890 según algunas fuentes. Aunque esa fecha convive con otras versiones menos precisas, lo relevante es que el procedimiento no consiguió revertir la enfermedad; más bien, acabó por intensificar el desgaste físico y moral del poeta. Si bien Zorrilla había sido coronado en Granada justo un año antes, en 1889, su intervención médica y el desgaste posterior transcurrieron entre el 1890 y 1893, lo que exige corregir la idea de que estuviera años enfermo antes del homenaje. En efecto, la coronación fue un momento de esplendor que antecedió la enfermedad grave. Así, el poeta afrontó lo que resta de su existencia desde una posición de vulnerabilidad creciente, sabiendo que el reconocimiento no bastaba para detener el paso del tiempo.

En ese contexto, su muerte no fue un simple cierre sino un acto simbólico cargado de sentido. La Real Academia Española, institución que agrupa a las figuras mayores de la lengua castellana y que lo integró, fue quien asumió los gastos de su funeral, un gesto que puede leerse como reparación institucional ante la carencia de bienestar material del autor. Diferentes relatos señalan que la Academia “pagó el entierro del Sr. Zorrilla” mediante una “relación de los gastos hechos por la Academia en las exequias”. Así, el cierre de su biografía pública se convirtió en un tributo colectivo: la institución que representa la palabra lo despidió con solemnidad, como se despide a un patriarca literario.

El sepelio se convirtió en un acto de Estado literario, con cortejo, ceremonias y homenajes relevantes. Las crónicas del momento describen que la capilla ardiente se instaló en la sede de la Academia, y que la comitiva recorrió Madrid hasta el cementerio de San Justo. Tres años más tarde, en mayo de 1896, sus restos fueron trasladados a su ciudad natal, Valladolid, donde fueron recibidos con emoción por el pueblo que lo reconocía hijo suyo. Así fue reivindicada su identidad, su origen, y se cumplió su deseo de reposar en la tierra donde nació y respiró los primeros versos.

El regreso a Valladolid y la inmortalidad del recuerdo

Tuve la oportunidad de visitar el 5 de noviembre la Casa de Zorrilla en Valladolid, ese espacio que mezcla la intimidad de un hogar y la memoria de un poeta nacional. Allí se conservan algunos muebles, algunos instrumentos musicales, fotografías de la época y, sobre una mesa, la máscara mortuoria del autor. Frente a ella se muestra una silla de madera sencilla, sobre la cual se ha tejido la leyenda de que él supuestamente murió sentado en ella; aunque, como la tradición advierte, no hay fuentes que lo confirmen con certeza. La ambigüedad no le resta emoción: al contrario, dota al lugar de una atmósfera de reverencia y presencia palpable.

Silla donde supuestamente falleció José Zorrilla.

Este paseo por la Casa de Zorrilla remite directamente al poeta enfermo, al creador vulnerable, al hombre que se salvó a sí mismo a través de la palabra. Y ese encuentro físico con sus objetos —la silla, la máscara, los muebles— añade densidad a lo que de otro modo sería pura biografía. Ver esos restos reales nos conecta con la finitud del hombre y con la perennidad de la obra.

La figura de Zorrilla merece dignidad doble: la que él mismo conquistó con su verso, y la que la historia le negó en vida al impedirle disfrutar de los frutos de su fama en plenitud. Que la Academia lo despidiera con honores, que su ciudad lo reclamara, no mitiga su pobreza ni su enfermedad, pero sí testimonia que su literatura venció la precariedad. Y esa victoria es todavía más noble porque se alcanzó desde el abismo.

La muerte como última lección de vida

José Zorrilla muere enfermo, viejo y relativamente solo, pero muere como vivió: con la cabeza en alto, con la palabra como estandarte, con la conciencia de haber sido parte esencial de la lengua española. No fue un héroe sin heridas: fue un artista con cicatrices. Y es justamente ahí, en la cicatriz, donde podemos reconocer mejor la sustancia del romanticismo español: no en el brillo inexorable, sino en la entrega apasionada.

Hoy, al evocar su vida y su muerte, descubrimos que la grandeza literaria no consiste en la comodidad del escritor, sino en su capacidad para transformar la adversidad en creación, la enfermedad en voz, la pobreza en resonancia. Zorrilla lo hizo. Y al recorrer su biografía, nos conviene rendirle homenaje no solo como al poeta que fue, sino como al hombre que resistió, que sufrió, que amó, que creyó, y que, al fin, murió con dignidad.

La muerte de José Zorrilla no es solo un hecho histórico, sino un símbolo: de la mortalidad que el arte aspira a vencer, del reconocimiento tardío que el talento merece, del consuelo que la palabra da cuando el cuerpo falla. Y si la Real Academia Española lo despidió como se despide a un padre, ese gesto institucional no fue mera formalidad: fue amalgama de gratitud y justicia. En ese doble reflejo —el del poeta enfermo y el del país que lo honra tarde pero lo honra— se encuentra la emoción auténtica que su figura merece.

Que sus versos sigan vivos es la prueba más hermosa de que la muerte lo alcanzó, pero no lo venció.

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