Nunca el mundo fue tan rico, y nunca las diferencias fueron tan evidentes. Las estadísticas son elocuentes: una minoría concentra una parte desproporcionada de la riqueza, mientras millones sobreviven con lo justo. La desigualdad, más que un problema moral, es un freno estructural para el desarrollo.
Cuando el crecimiento beneficia solo a unos pocos, la sociedad se fragmenta, la movilidad social se estanca y la frustración crece. Las causas son múltiples: educación desigual, herencias acumulativas, concentración empresarial o salarios estancados. La globalización ha sacado a millones de la pobreza, sí, pero también ha desplazado empleos y debilitado el poder adquisitivo de las clases medias.
La respuesta no puede ser únicamente ideológica. Implica rediseñar el sistema fiscal, fomentar la innovación inclusiva, garantizar oportunidades y, sobre todo, invertir en educación. Una economía próspera no se mide por la riqueza de sus élites, sino por la dignidad de su gente.
Corregir la desigualdad no es repartir pobreza, sino multiplicar oportunidades. Un país justo es aquel donde el talento no depende del código postal.





