A cualquiera que le preguntemos, seguramente asociará el nacimiento del Parlamentarismo con Inglaterra. Fue en 1215, en Runnymede, donde el Rey Juan I “Sin tierra” (hermano de Ricardo Corazón de León y villano en la leyenda de Robin Hood) fue obligado a regular y limitar sus poderes reales a través de una Carta Magna para así mantener el apoyo de los Barones (hombres libres), que se la impusieron para asegurarse de no perder sus derechos y privilegios. Sin embargo, no hay rastro de los derechos del pueblo llano en esa carta.
En 1188, Alfonso IX, con sólo diecisiete años, llegaba al trono del Reino de León en medio de una situación interior muy complicada y manifiestamente bélica. Su madrastra, Urraca López de Haro, había intrigado para coronar a su hijo el infante Sancho. Su primo, el rey Alfonso VIII de Castilla, aprovechaba su debilidad para expandirse invadiendo territorios leoneses. Sancho I de Portugal tampoco se quedaba quieto y amenazaba otras comarcas en Galicia y frontera del Duero. Y también estaban los almohades de Yusuf II al otro lado del río Tajo, que habían aplastado a los almorávides y conseguido unir a las Taifas con sus territorios del norte de África y se aprestaban a frenar el impulso de la Reconquista (a la que darían un tremendo golpe en Alarcos en 1195).
Vaciándose las arcas del reino en el esfuerzo de mantener sus fronteras, Alfonso IX necesitaba rápidamente reafirmar su autoridad y encontrar nuevos recursos, más allá del histórico apoyo de los nobles, y por ese motivo convocó unas Cortes en la Real Colegiata de San Isidoro de León (expoliada luego en 1808 por el muy ilustrado ejército francés de ocupación) que transformaron la Curia Regia. No sólo invitó a los dos estamentos tradicionales, nobleza y clero, sino que invitó a un tercero, a los representantes de las ciudades y villas, el pueblo llano. Los acuerdos alcanzados en estas Cortes quedaron recogidos en los Decreta de León de 1188. Entre otras cuestiones, se requería el consentimiento de la asamblea para que el Rey declarase la guerra o impusiese nuevos impuestos, se garantizaba la propiedad privada y la inviolabilidad del domicilio, el respecto a la legalidad en los procesos judiciales e incluía la posibilidad de acudir directamente al Rey para pedir justicia en caso de abuso de los poderosos. Fue la primera vez en Europa que se implantaba un sistema de asamblea representativa en la que el monarca debía contar con la participación de toda la sociedad para tomar decisiones de alto nivel y así lo reconoció la UNESCO en 2013. Tampoco pequemos de ingenuos, si Alfonso IX convocó las primeras Cortes con representación del pueblo no fue por una ideología proto liberal democrática, sino como una estrategia política y financiera necesaria para reafirmar su cuestionada autoridad y salvar el reino.
Todo este rollo viene a colación porque acabo de recibir el anuncio de la Universidad de León (fundada en 1979) de un curso titulado «Microcredencial Universitaria en Pedagogía Antifascista» y creo que traiciona el espíritu de los Decreta de 1188. Obviando el hecho incontestable de que la izquierda tilda hoy de fascismo a todo aquello que no le gusta (mientras hipócritamente defiende a autócratas y teocracias) y que, con ello, desprecia el dolor, el valor y el recuerdo de aquéllos que de verdad sufrieron y se enfrentaron a los verdaderos fascistas hace casi un siglo, pienso que pervierte y retuerce la Misión de la Universidad como el foro donde se deben debatir todas las ideas (¿qué otra cosa es el parlamentarismo?) al tratar de fomentar una lucha contra españoles que sólo piensan distinto a ellos en muchas cuestiones que nos atañen a todos y no por ello significa que quieran retroceder en derechos.





