En el otoño de 1595, cuando el imperio de Isabel I intentó asestar un golpe decisivo al corazón del poder hispánico en América, España demostró de nuevo su capacidad para sostener el pulso de la historia. La expedición conjunta de Sir Francis Drake y Sir John Hawkins —una flota de 27 naves y más de dos mil hombres, enviada para quebrar las rutas del tesoro español y abrir una base inglesa en el istmo de Panamá— terminó convertida en un desastre estratégico para Inglaterra.
La ofensiva se inició con un audaz ataque contra la bahía de San Juan de Puerto Rico. Los ingleses, convencidos de hallar allí un gran tesoro, lanzaron su asalto el 22 de noviembre. Pero se toparon con una guarnición española preparada, artillería eficaz y una defensa inflexible que les impidió ganar la plaza, obligándolos a retirarse tras sufrir daños considerables. Esa primera derrota marcó el tono de la campaña.
Tras el fracaso en Puerto Rico, la flota viró hacia Panamá, donde esperaba cortar la arteria económica que conectaba los metales del Pacífico con el Caribe. Pero en Nombre de Dios y Portobelo volvieron a encontrar resistencia española y un entorno tropical durísimo. El clima, la falta de víveres y sobre todo las enfermedades derrumbaron la moral inglesa. Allí cayó primero John Hawkins, muerto el 12 de noviembre a bordo de su navío, víctima de la fiebre y el desgaste de la expedición.
Pocos meses después, el propio Francis Drake sucumbió también a la enfermedad cerca de Portobelo, el 28 de enero de 1596. Fue enterrado en el mar, en un ataúd de plomo, según el ritual que él mismo había pedido. Así, el hombre que había circunnavegado el mundo y sembrado el temor en las costas españolas encontró su final precisamente ante aquello que buscaba quebrar: la solidez del sistema defensivo de España en el Caribe.
La expedición inglesa regresó sin tesoro, sin gloria y sin sus dos comandantes. Para España, fue una demostración de fortaleza institucional y militar en el corazón del Nuevo Mundo. Para Inglaterra, un recordatorio de que dominar el Caribe español exigía algo más que audacia: requería vencer a un imperio acostumbrado a defender lo suyo, frente al mar y frente al tiempo.
En un siglo definido por la pugna atlántica, la campaña de 1595 quedó grabada como un episodio donde la resistencia española, firme y silenciosa, impuso su ley. Una lección que los cronistas señalaron entonces y que la historia ha confirmado después.





