La economía, como la naturaleza, respira en ciclos. Expansión, auge, recesión y recuperación son las cuatro estaciones que rigen el pulso de las naciones. En los periodos de bonanza, crece la inversión, aumenta el empleo y el consumo se dispara. Pero, inevitablemente, llega un punto de saturación: los precios suben, el crédito se encarece y el sistema se enfría. La historia económica es, en buena medida, una sucesión de estos vaivenes.
Los economistas han intentado durante siglos comprender sus causas. Algunos, como Keynes, defendieron la intervención estatal para suavizar las crisis mediante el gasto público; otros, más liberales, apostaron por dejar que el mercado se autorregule. Lo cierto es que ninguna economía es inmune a los altibajos, aunque unas los sufran con más dramatismo que otras.
En la actualidad, los ciclos parecen acelerarse. La globalización, la especulación financiera y la interdependencia entre países han hecho que una crisis local pueda propagarse con la rapidez de un virus. Lo vimos en 2008 y, en menor medida, tras la pandemia. La economía mundial está más conectada que nunca, pero también más vulnerable. Comprender los ciclos no es solo tarea de expertos: nos permite anticipar riesgos, valorar las señales de alarma y, sobre todo, entender que la prosperidad —como todo en la vida— necesita equilibrio y prudencia para sostenerse.





