Los concilios visigodos constituyeron una de las instituciones centrales de la monarquía hispano‑goda. Se celebraron de forma periódica entre los siglos IV y VIII para definir la ortodoxia cristiana, dictar normas disciplinarias y ajustar la relación entre Iglesia y poder civil.
La secuencia comenzó con el primer concilio de Toledo en el año 397 y culminó con el último concilio de época visigoda, celebrado a inicios del siglo VIII. Además, hubo concilios bajo dominación musulmana convocados con permiso del califa, lo que demuestra la persistencia de la tradición conciliar más allá del fin del dominio visigodo.

Contexto y motivaciones de los concilios visigodos
Los concilios son asambleas de obispos y, en algunos casos, de laicos notables que se reúnen para discutir asuntos doctrinales y disciplinarios. En el ámbito visigodo, la sede por excelencia fue Toledo, capital del reino. El listado general de estos concilios recoge hasta dieciocho reuniones entre 397 y circa 702. Cada una respondió a necesidades concretas: combatir herejías, afianzar la unidad religiosa, regular la vida eclesiástica o sancionar decisiones políticas. La continuidad de la institución demuestra la estrecha alianza entre la Iglesia y la monarquía visigoda.
La celebración de un concilio solía obedecer a la convocatoria del rey o, en algunos casos, a la iniciativa de un obispo con autoridad. En la tradición visigoda la figura del monarca era esencial: un concilio carecía de fuerza vinculante si no contaba con su respaldo. Por ello, al estudiar los concilios visigodos se observa cómo evolucionó la relación entre poder civil y autoridad religiosa a lo largo de más de tres siglos.
Cronología de los concilios visigodos
El primer concilio de Toledo (397)
El I Concilio de Toledo se celebró el 7 de septiembre de 397 y se prolongó hasta el año 400. Fue convocado bajo los emperadores Arcadio y Honorio y reunió a diecinueve obispos. Su principal misión consistió en condenar las herejías del momento, especialmente el priscilianismo, y reafirmar la fe de Nicea. Durante las sesiones se denunció que “cada uno había empezado a actuar de forma distinta en sus iglesias” y se acordó establecer normas de ordenación y disciplina comunes. Este acuerdo pretendía asegurar la uniformidad litúrgica en todas las diócesis hispanas.

Las decisiones del concilio no se limitaron al ámbito doctrinal; se aprobaron cánones sobre la moralidad del clero y se estableció la necesidad de celebrar reuniones sinodales periódicas para mantener la cohesión. Las medidas adoptadas reflejan la preocupación de la Iglesia por reforzar su autoridad en un contexto en el que las comunidades cristianas seguían patrones diversos. El efecto inmediato fue la consolidación de la disciplina eclesiástica en la provincia.
Concilios del siglo VI: del II al IV
Hubo un largo intervalo entre el primer concilio y el segundo. El II Concilio de Toledo (527) es poco conocido porque se han perdido las actas; se cree que trató sobre la organización de la Iglesia en el ámbito godo. La sucesión de concilios se reactivó en el III Concilio de Toledo en 589. Este fue el más trascendental de la historia visigoda porque marcó la conversión del reino del arrianismo al catolicismo. Convocado por el rey Reccaredo I, fue organizado por el obispo Leandro de Sevilla. En la apertura, el monarca abjuró del arrianismo y declaró su adhesión a la fe católica, instando a los obispos arrianos a seguirle.

El concilio selló la unidad espiritual del reino y permitió que visigodos y hispano‑romanos compartieran una misma confesión. Este acontecimiento fue considerado por algunos cronistas como el origen de la nación española.
El IV Concilio de Toledo se celebró el 5 de diciembre de 633 durante el reinado de Sisenando. Presidido por san Isidoro de Sevilla, congregó a sesenta obispos y, por primera vez, asistieron laicos de rango senatorial aunque sin derecho a voto. Entre sus decretos figuran normas sobre la disciplina monástica, directrices para la organización diocesana y medidas políticas: los obispos sancionaron la deposición del anterior rey Suintila y legitimaron a Sisenando. Además, este concilio modificó la naturaleza de la monarquía al afirmar que el rey debía ser elegido entre los godos; de este modo, la sucesión dejó de ser estrictamente hereditaria para convertirse en electiva.
Concilios intermedios y legislación visigoda
Tras el IV Concilio, se celebraron numerosos encuentros entre 636 y 688 (V al XV). Aunque sus actas no siempre se conservan, sabemos por las crónicas que abordaron temas como la reforma litúrgica, la disciplina clerical y la legislación sobre matrimonio y herencia. Los concilios V (636) y VI (638) reafirmaron los decretos del IV, mientras que el VII Concilio (646) condenó el llamado arma licetica, un ritual mágico que se practicaba en la corte. El VIII (653) y el IX (655) reforzaron la autoridad episcopal sobre monasterios y parroquias. A partir del X Concilio (656) se advierte una creciente intervención del rey: los concilios se convertían en foros donde se promulgaban leyes civiles incluidas después en el Liber Iudiciorum, el código legislativo visigodo.
Estos concilios intermedios tuvieron un doble efecto. Por un lado, fortalecieron la organización interna de la Iglesia visigoda y desarrollaron una normativa detallada que regulaba la vida cotidiana. Por otro, sirvieron al Estado para legitimar medidas políticas y administrativas. La alianza entre obispos y reyes se manifestaba en la aprobación de decisiones como el nombramiento de funcionarios, la recaudación de tributos o la resolución de disputas dinásticas. Todo ello explica por qué los concilios visigodos son fundamentales para comprender la historia institucional del reino.

El XVII Concilio de Toledo (694)
El XVII Concilio de Toledo se reunió en 694 en el contexto de una crisis política y social. El rey Egica convocó el encuentro en la basílica de Santa Leocadia alegando que se había descubierto un complot judío para derrocar al trono. En su intervención señaló que los judíos “preparaban perfidia contra los príncipes” y solicitó que se les desposeyera de sus bienes y se les redujera a esclavitud.
Los obispos confirmaron la petición real y decretaron que todos los judíos del reino fueran esclavizados, sus propiedades confiscadas y sus hijos apartados para ser educados en el cristianismo. Esta decisión supuso la culminación de una política represiva hacia las comunidades judías, iniciada en concilios anteriores, y debilitó aún más la cohesión interna del reino justo antes de la conquista islámica.
El XVIII Concilio y el final del ciclo visigodo
La serie concluye con el XVIII Concilio, del que se han perdido las actas. Las fuentes coinciden en señalar que fue el último concilio visigodo celebrado antes de la invasión del ejército Omeya y que sus decisiones no trascendieron. Algunos autores lo datan entre 698 y 702; otros creen que se reunió en 711 bajo el reinado de Rodrigo.

El concilio convocado por el califa: Córdoba y la continuidad conciliar bajo dominio islámico
Tras la derrota del reino visigodo en 711, Hispania quedó bajo control del califato omeya, pero la tradición conciliar no desapareció.
La Iglesia mozárabe continuó celebrando concilios para mantener la ortodoxia y la disciplina de sus fieles. Entre 839 y 862 se realizaron al menos cuatro concilios de la provincia eclesiástica Bética en Córdoba (años 839, 852, 860 y 862). Su objetivo principal ahora era “preservar la fe y la comunión católica de la Iglesia mozárabe” frente a diversas corrientes heréticas como el adopcionismo, el migecianismo, el acefalismo y el hostegismo. Estas herejías se propagaban por la influencia del islam y de doctrinas cristianas orientales, y los concilios trataban de mantener la unidad doctrinal.

Los concilios de Córdoba reflejan también la tensión entre dos grupos dentro de la comunidad cristiana: los rigoristas, que se oponían a cualquier colaboración con las autoridades islámicas y exaltaban a los mártires voluntarios de Córdoba, y los colaboracionistas, más dispuestos a convivir con el poder musulmán. Las actas muestran que las discusiones se centraban en la disciplina clerical, la gestión de bienes eclesiásticos y la defensa de los derechos de los cristianos. Aunque estos concilios no fueron convocados directamente por el califa, su celebración tuvo que contar con la tolerancia o el beneplácito de las autoridades omeyas, lo que subraya la complejidad de la relación entre la minoría mozárabe y el poder islámico.
En el concilio de 852, además, se trató la cuestión de los antes citados “mártires voluntarios”: un grupo de cristianos que se presentaba voluntariamente ante las autoridades musulmanas para confesar su fe y blasfemar de Mahoma, lo que suponía la ejecución casi instantánea. Este movimiento, inspirado en una interpretación literal del martirio, provocó un cisma en la comunidad y fue condenado por los obispos. Las actas señalan que más de cincuenta personas fueron decapitadas en Córdoba en ese periodo, y el concilio trató de evitar más sacrificios. La represión de los mártires voluntarios, paradójicamente, se convirtió en un mito central del cristianismo hispano en época islámica.






